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FLACURA


Flaco… Estoy más flaco y cabezón –decía Jeremías mientras giraba la manivela del molino.

Entraba el maíz en forma de grano hervido y salía convertido en una masa espesa, por la cual Jeremías sentía una mezcla de amor y desprecio.

Sus hijos Icabod y Dina observaban el movimiento de la manivela al tiempo que Mara comprobaba el comentario de su esposo. Y tenía razón; ya se podía ver toda la forma de su clavícula y los huesos puntiagudos sobre los hombros.

Recordaba el gesto de cansancio con que Jeremías regresó del centro y colocó un kilo de maíz sobre la mesa. “Los hombres de Maíz” -dijo con media sonrisa.

Ahora veía a su marido girar la manivela una y otra vez con esos ojos apagados, llenos de desesperanza y dolor.

El día anterior su esposo llegó llorando y le contó sobre la jovencita que estaba junto a él en la parada del bus. Estaba más flaca que yo y parecía que estaba a punto de estallar en sollozos -le dijo. Pero lo más triste era su pobre imitación de prostituta: Había recortado unos shorts de jean para lucir sus nalgas consumidas por el hambre, y un suéter ceñido que quizá alguna vez fue blanco, dejaba ver los remiendos que la niña le haría para salir a prostituirse… con algo de dignidad.

A mara no le gustaba el don de observación de Jeremías, porque gracias a esa virtud ella podía sentir el dolor de la gente multiplicado mil veces.

-Hoy vi algo peor que ayer mi amor –dijo Jeremías reaccionando de su letargo en el molino.

-Ay… no, amor ¿para qué te sigues torturando?

-Porque no hay otra cosa para pensar. Fíjate: Yo estaba en la misma parada de ayer y vi a una familia muy pobre, el hombre me llamó la atención porque usaba un tapabocas y llevaba a una niña en brazos, mientras que la mujer cargaba un niño. Aparte de eso todos lucían como mendigos, pero no porque lo fueran sino porque su ropa estaba muy sucia… Y recordé que nosotros tampoco hemos comprado jabón.

Mara levanto las cejas e hizo una mueca de tristeza.

-Me salí del tema –dijo Jeremías viendo que la había preocupado. El hecho es que la mujer traía consigo un recipiente plástico, sucio también, que contenía alrededor de una docena de donas. Y yo pensé: ¿Quién les va a comprar las donas con ese pote tan sucio?

Mara comprendió la desesperación de su marido. Cuando uno es pobre siempre se tiene un solo tiro, y una sola presa para cazar.

-Oye no aguanté… se me aguaron los ojos –siguió Jeremías. Le dije a Dios que los ayudara mientras ellos pasaban al lado mío, y mientras se alejaban empecé a sentirme culpable… Yo sé que no tenemos plata, pero salí trotando y los alcancé, le di mil bolívares al tipo y le dije que se los mandaba Dios, que comprara yuca, y ambos nos miramos profundamente, y por un instante compartimos la miseria.

-¿Y qué pasó después?

-Nada, me dio las gracias, ¿qué más podía hacer?

Jeremías terminó de moler, entregó la masa a su mujer, tomó el control remoto y encendió la tele.

Había cadena.

El presidente bailaba, bromeaba y repentinamente lanzaba terribles amenazas. Sin embargo Jeremías no le prestaba atención; solo se fijaba en aquella papada rolliza y la forma en que el bigote se movía neciamente. Y cuando la cámara hacía un paneo sobre el público, Jeremías se sentía indemnizado al presenciar el gesto de vergüenza e incomodidad con que el tren de gobierno aplaudía en cada pausa del discurso.

De pronto la cadena se convirtió en un símbolo de su precario estado, y entendió que estaba luchando contra una pantalla, y ésta solo tenía poder cuando Jeremías se lo daba.

¡El Rey está desnudo! –concluyó triunfante mientras apagaba el aparato.

Pero a medida que se oscurecía el televisor la sensación de victoria también iba disminuyendo, porque en la pantalla se iba dibujando el reflejo de un cuerpo flaco y cabezón.

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